Mohamed, Amani y Emile tienen en común que viven en lugares donde sus crisis dejaron de ser urgentes. Siguen siendo emergencias, pero el escenario político ya las ha transformado en crisis complejas.
Todo pasa: lo bueno y, lo malo, también. Nada es eterno. Cuando la mayoría de las personas sufren una crisis, cierran los ojos bien fuerte y esperan a que esa angustia pase lo más rápido posible. Ayuda tener como referencia un momento pasado mejor y la esperanza de que todo es efímero. Sin embargo, para Mohamed, Amani y Emile esta crisis no pasa. A su alrededor, ninguna referencia de un tiempo mejor.
Desde que tiene conciencia, Mohamed vive en el campo de refugiados saharauis de Tinduf (en Argelia) y aunque su abuela le habla de un pueblo blanco bañado por el mar en el que su bisabuelo pescaba, Mohamed no puede ni si quiera imaginar ese lugar del Sáhara Occidental. Un muro de 2.700 kilómetros levantado por Marruecos le condena a una vida precaria en la que sobrevive –que no vive– de la ayuda internacional, en la que no hay una salida profesional ni un pasatiempo diferente a oír el chasquido del vaso del té. Cuarenta y cuatro años de espera que desesperan.
Ahora Amani no puede pensar en otra cosa que no sea la orden de demolición que el Ejército israelí le ha enviado para derrumbar su precaria casa, construida en un asentamiento en Cisjordania, según el Gobierno de Israel, sin permiso. Amani dice que nadie les pidió permiso cuando fueron arrancados por la fuerza de sus casas hace más de siete décadas. Siete décadas de ataques, guerras, desplazamiento forzoso, inseguridad y falta de recursos básicos. Al menos Amani no tiene la preocupación añadida de sus hermanos gazatíes, que están en una situación de bloqueo por aire, mar y tierra, con una media de cinco horas de agua corriente al día un puñado de días a la semana. Amani suspira y su frustración se desvanece entre la sinrazón de los militares que controlan día a día su paso en Cisjordania.
Emile sabe que no tener medicación para la enfermedad de su madre es causa y consecuencia de que Haití ocupe el puesto 168 de 197 en el Índice de Desarrollo Humano, ese ránking que hace alguien bien lejos del infierno en el que se ha convertido vivir en lugares como Petit Goave. La falta constante de medicamentos, la ausencia de motivación del personal de salud que apenas recibe salario, la deteriorada infraestructura sanitaria y la escasez de agua potable hace que la crisis de su madre se haya convertido en algo tan crónico como la crisis política, económica y social del país.
Haití sufrió la mayor tragedia natural del siglo: Más de 300.000 muertos, casi 400.000 heridos y miles de lisiados. Más de 100.000 viviendas totalmente destruidas, otras 200.000 con daños muy graves, cientos de escuelas y centros de salud inutilizados y un millón y medio de personas obligadas a vivir en 1.150 campamentos de refugiados.
Mohamed, Amani y Emile tienen en común que viven en lugares donde sus crisis dejaron de ser urgentes. Siguen siendo situaciones de emergencia, pero el escenario político y social ha estirado las horas del reloj y dejado pasar varios calendarios. Ya no son emergencias, son crisis complejas. Y lo complejo se ahoga en trámites burocráticos, en resoluciones incumplidas y en una paciencia desbordante. Crisis a las que no hemos encontrado solución en las últimas décadas y que agrandan las de Mohamed, Amani y Emile. Por eso, si cierran los ojos bien fuerte, como nosotros, su angustia no pasa.
Artículo de Alba Villén, Médicos del Mundo Aragón, para Espacio3 de El Periódico de Aragón. Colaboración con la Cátedra de Cooperación al Desarrollo de la Universidad de Zaragoza.